He elegido como destino de mis vacaciones la ciudad de Baeza, que tenía muchas ganas de conocer. Increíble: ha sobrepasado mis expectativas. ¡Qué concentración de gótico final y alto renacimiento! ¡Qué casco antiguo! Parecíase que caminabas en pleno siglo XVI.
Pero, aparte de ello, fui allá con el objetivo de husmear las huellas de Antonio Machado, que estuvo en esa ciudad como profesor de francés (huyendo de Soria y de su amada Leonor), desde 1912 a 1919. En efecto, puedes visitar el aula donde impartió clase, el paseo donde se veía su figura ensimismada, la pensión donde vivió... En contra de lo que pueda parecer, tras unos primeros de duelo y alma dolorida, escribió allí lo que luego titularía Nuevas canciones y unos cuantos poemas que luego incluiría en sucesivas ediciones de Campos de Castilla (aunque la cronología de sus poemas a veces es demasiado confusa).
Visitando la catedral, me acordé de aquello versos de mi niñez que un tío abuelo mío, llamado Mariano, me recitaba: "Campo, campo, campo, entre los olivos, los cortijos blancos". También allí escribió el famoso Poema de un día, que comienza con una descripción de aquellas tierras y sus gentes, y termina con abstracciones filosóficas-literarias.
Yo, antes de ir, aproveché para releer una antología del poeta sevillano que me regalaron en el día del libro, y reconocí a aquel poeta sobrio, de gran hondura conceptual, senequista, sentencioso y confundido con la naturaleza, que había leído en mi juventud, pero ahora con el mejor aprovechamiento que te da la experiencia de los años y las lecturas habidas.
Antonio Machado es un poeta del pueblo, un poeta eterno. ¿Quién no recuerda alguna poesía suya, aunque sea aquellos versos que inmortalizó Serrat y Miguel Ríos? Se ha convertido en acervo cultural de nuestra Patria y nuestra condición humana. Pisar por donde ha pisado te hace invulnerable a las modas y a los vaivenes de las ideologías. Y es que Antonio Machado es el hombre que nos habló, simplemente, del hombre.
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