En el aspecto formal, estamos ante la sublimación del cine como arte. Beauvois deja hablar a las imágenes. Los rostros de los distintos personajes suspendidos unos segundos en la pantalla , lo dicen todo. Y eso es lo que, algunos al menos, buscamos en el cine: que nos hablen las imágenes con su enorme poder de evocación. La luz tamizada y austera es otro acierto.
Después, el fuerte simbolismo que rodea todas las escenas: desde ese mapamundi que aparece de fondo, hasta un paseo entre ovejas. Todo está cargado de muco más de lo que se dice o ve. Y eso es poesía, Particularmente, la escena del vaso de vino que beben los monjes que ya presienten su final. Bellísima escena que no deja de evocar la última cena de Cristo.
Por otra parte, el mensaje de fondo: la religión, cuando se vive de manera sincera y auténtica, es un arma cargada de paz. En una visión nada maniquea (se acuerdan de Agora), el director nos presenta unos hombres de carne y hueso que se preguntan si han de llegar hasta el martirio.
Y todo con la sobriedad interpretativa de quien sabe que, para emocionar, no hacen falta aspavientos ni lagrimones.
En fin, un film que recomiendo muy vivamente. Cine del bueno.