Cuidadosamente editado por “Frutos del Tiempo”, y abriendo la nueva colección “le chat”, nos presenta Javier Cebrián su nuevo poemario “estragos”, que se dio a conocer en una personalísima presentación de corte posmoderno en La Llotja de Elche.
Todos, pienso, disfrutamos esa inusitada velada, pero no sólo por el espectáculo que se nos ofrecía. La sola audición o lectura de “estragos” deja su sello indeleble incluso en los pocos despistados que no se habían enterado de que la resurrección es posible.
Poco tengo que añadir al iluminador proemio con el que Julián Montesinos enmarca el libro. Lo suscribo enteramente. Aun así, permítanme que añada alguna reflexión de mi cosecha. Un poeta no es nadie sin la lucidez. Ha de contar la verdad de lo que tiene dentro, sea alentador o desventurado, superando una visión en demasía complaciente de sí mismo y de la realidad que lo rodea. Javier Cebrián siempre lo ha entendido así. Y sabe, además, que resulta complicado resucitar sin haberse, de algún modo, aniquilado primero.
Por ello, en “estragos” más que en ningún otro de sus libros, Javier se convierte en un confeso, y ahí, en mi opinión, es donde radica su grandeza y su subyugante atractivo. Con todo, a diferencia de sus anteriores poemas, el poeta descubre una fuerza iluminadora cargada de futuro. No se ceba en el presente como momento crucial de una vida sin dirección. Acepta el tiempo como elemento positivo y cierto, y eso le redime del puro anclaje existencial y le abre a algo muy parecido a la esperanza. No se esperaba menos de un poeta recién salido del sepulcro…
Por ello, nos muestra una poesía antirretórica, pero no por ello exenta de una emoción difícilmente contenida; una poesía experiencial y de línea clara, pero que mantiene una lograda tensión formal que no decae en ningún momento; una poesía desgarrada y, a la vez, confiada; una poesía despojada, pero, con todo, llena de expresiones abrumadoras; unos versos desentendidos de la métrica pero con una sopesada cadencia interior; un testimonio, a la vez, descreído y orante en un sincero intento de trascenderse; una palabra, en fin, radical y equilibrada al mismo tiempo.
Y todo con el mismo material, con su verso llano y directo, alejado tanto de experimentos crípticos como de retóricas triviales. Esto sólo lo consiguen los muy buenos poetas. Y Javier Cebrián lo es.
Esperemos que siga, ahora que tiene tan corta vida, produciendo más “estragos” que nos dejen tan hondas huellas.
Todos, pienso, disfrutamos esa inusitada velada, pero no sólo por el espectáculo que se nos ofrecía. La sola audición o lectura de “estragos” deja su sello indeleble incluso en los pocos despistados que no se habían enterado de que la resurrección es posible.
Poco tengo que añadir al iluminador proemio con el que Julián Montesinos enmarca el libro. Lo suscribo enteramente. Aun así, permítanme que añada alguna reflexión de mi cosecha. Un poeta no es nadie sin la lucidez. Ha de contar la verdad de lo que tiene dentro, sea alentador o desventurado, superando una visión en demasía complaciente de sí mismo y de la realidad que lo rodea. Javier Cebrián siempre lo ha entendido así. Y sabe, además, que resulta complicado resucitar sin haberse, de algún modo, aniquilado primero.
Por ello, en “estragos” más que en ningún otro de sus libros, Javier se convierte en un confeso, y ahí, en mi opinión, es donde radica su grandeza y su subyugante atractivo. Con todo, a diferencia de sus anteriores poemas, el poeta descubre una fuerza iluminadora cargada de futuro. No se ceba en el presente como momento crucial de una vida sin dirección. Acepta el tiempo como elemento positivo y cierto, y eso le redime del puro anclaje existencial y le abre a algo muy parecido a la esperanza. No se esperaba menos de un poeta recién salido del sepulcro…
Por ello, nos muestra una poesía antirretórica, pero no por ello exenta de una emoción difícilmente contenida; una poesía experiencial y de línea clara, pero que mantiene una lograda tensión formal que no decae en ningún momento; una poesía desgarrada y, a la vez, confiada; una poesía despojada, pero, con todo, llena de expresiones abrumadoras; unos versos desentendidos de la métrica pero con una sopesada cadencia interior; un testimonio, a la vez, descreído y orante en un sincero intento de trascenderse; una palabra, en fin, radical y equilibrada al mismo tiempo.
Y todo con el mismo material, con su verso llano y directo, alejado tanto de experimentos crípticos como de retóricas triviales. Esto sólo lo consiguen los muy buenos poetas. Y Javier Cebrián lo es.
Esperemos que siga, ahora que tiene tan corta vida, produciendo más “estragos” que nos dejen tan hondas huellas.
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