Redactado en breves capítulos, Azorín, con su maestría habitual, reflexiona sobre la tarea del escritor. Para ello, inventa unos personajes, Luis Dávila, Antonio Quiroga, Magdalena…, y dialoga con ellos y con el paisaje circundante.
En una calle de Madrid, en un pueblo de Alicante o de Castilla, Azorín desenvuelve su lúcida prosa, y demuestra que es una de las plumas más purificadas que ha tenido España, con páginas memorables. Más que el contenido de sus reflexiones, es su misma escritura la que constituye un homenaje a la dignidad de la tarea de escribir. Frases breves, ponderación en los juicios, y un riquísimo vocabulario ensalzan el magisterio de este clásico de las letras española.
Aunque es un estilo caduco para los frenéticos tiempos de ahora, se lee con el gusto de comprobar la riqueza insospechada del castellano. Sobre todo, es una escritura metafísica, que se para en las cosas, que las respeta, que valora la realidad circundante como lo que es: un don que el escritor recibe con serena alegría. En Azorín, las cosas no tienen tiempo: son pura esencia y perfección sin cambio. La puerta de la casa de pueblo, la taza de café, el arado, la torre de una iglesia, el naipe doblado son los que son, sin aditamentos, sin pasado ni futuro.
Conviene leer a Azorín. Lo bueno, se contagia. Aunque no le imitemos hoy, siempre nos quedará la eternidad de su palabra.
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