Muy bien contada, con ese estilo característico de Zweig. Una chiquilla que es sustraída de su familia y de su ámbito a los quince años, inmadura y caprichosa, que vive como princesa y como reina de Francia con todo lujo y con el único deseo en la vida de pasárselo bien en una Corte tan barroca como la de Versalles. Tan Rococó y decadente como su palacio de Trianon, su pequeño juguete, y su Hameau, o pequeño pueblo artificial de campesinos instalado en el jardín para divertimento de la reina y sus amigos y amigas.
Pero el pueblo francés cada vez lo estaba pasando peor y estalló la revolución. Y ahí tenemos a este personaje que se precipita en pocos meses desde los más altos placeres de una vida absolutamente despreocupada hasta la falta de libertad, la humillación, el sufrimiento sumo de la separación física y mental de su propio hijo, y, al final, la guillotina.
Pero ahí, en esa prueba suma, es donde surgió en esta mujer el valor, la dignidad y el orgullo frente a las afrentas más detestables, el hambre y la reclusión, el simulacro de proceso y la muerte ignominiosa. Si no llega a ser por esos dos años, María Antonieta, la hija pequeña de la emperatriz Teresa a la que todo el mundo abandonó, no hubiera sido grande ni hubiera pasado a la Historia con mayúsculas.
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