Dicen que Miyazaki se despide con
este film. Si eso es así, como dice un crítico, se despide “por todo lo alto”.
El veterano director japonés demuestra una vez más que con el cine de animación se puede hacer también
arte, poesía, y contar una buena y original historia.
Para empezar, esta historia en
concreto no parece muy poética. Trata sobre Jiro, un joven ingeniero
aeronáutico que fabrica aviones. Miyazaki introduce el sueño y la ilusión en un
ámbito en donde, en principio, sólo cabe el cálculo y marketing. Pero la
historia está llena de pasión. De pasión por los aviones, por el vuelo, por los
anchos paisajes, por los pioneros de la aviación, y, -no se lo pierdan-, pasión
por la técnica. ¿Por qué no? Es lo que más me gusta de esta película: que mete el corazón y convierte el
sueño en el afán por el desarrollo tecnológico.
Y, por supuesto, pasión romántica
entre el protagonista y una chica que conoce durante un terremoto. Pero es un
amor limpio, entrega al otro en un proyecto común, que es capaz de sacrificarse
por el otro.
Lo que cuenta tiene base
histórica y pasa de puntillas sobre un asunto espinoso. Los aviones fabricados
por Jiro son los utilizados en Pearl Harbor y en la segunda guerra mundial. Eso
le duele en alma a nuestro ingeniero, porque él fabricaba aviones para soñar y
no para destruir.
Esta película está llena de paz, y constituye un precioso
testamento de Miyazaki a las generaciones futuras.
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