En 1891, Oscar Wilde conoció a Alfred Douglas, Bosie, un joven con el que entabló una íntima amistad. En ese tiempo, Wilde era un escritor respetadísimo, sus libros se vendían como rosquillas, e influía en la estética y en el pensmiento de muchas personas. Era aplaudido, admirado, leído. Pero resulta que el padre de Bosie, que siempre fue un niño mal criado que se aprovechó de su protector, denunció a Oscar Wilde por relaciones escandalosas. El escritor fue juzgado y condenado a la cárcel de Reading. Sus obras se quitaron del mercado, sus representaciones fueron suspendidas, los que le alababan, le acabaron ignorando. Solo, ninguneado y enfermo y encarcelado.
Entonces, despechado, le escribe a Bosie una carta desde la cárcel: esa carta es De Profundis. No entiende que el hombre que más ha amado en esta tierra le haya destruido. Leyendo ese delicadísimo reproche, uno contempla el alma cándida, pura, sin tapujos de Oscar Wilde, su amor por la belleza y por la armonía. Esa alma blanca no vio que la destrucción llamaba a su puerta. Pero le da igual: ha amado, que es lo importante, ha tenido rectitud, ha hecho lo que creía que era correcto, y eso es bello, y vivimos para la belleza.
Pulchrum y Bonum van de la mano. Los hombres estamos destinados a la belleza, por otro nombre, bondad. Si hemos amado de verdad, hemos intentado ser buenos, nos tiene que dar igual lo que piensen los demás, la fama y el prestigio. ¿Por qué no nos acabamos de dar cuenta?
Quizá el padre de Bosie quiso destruir a Oscar Wilde, pero en su destrucción nos regaló su más preciada joya literaria.
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