Leí este libro en Bélgica, y lo dejé de leer, porque estaba de vacaciones, y no quería tener más preocupaciones. Su lectura me estaba poniendo nervioso, me daban ganas de tirarlo por la ventana. Como cualquier gran novela consigue su efecto: produce desasosiego interior. Es un verdadero coñazo de novela en la que te sientes atrapado y no sabes cómo salir. Te desquicia, y gritas al protagonista que resuelva ya el caso de una vez. Es un coñazo porque Kafka quiere que lo sea. Por puro morbo, sigues con su lectura, pero la cosa se va embrollando en su absurdez más y más. La burocracia todo lo ralentiza.
La terminaré en su día, cuando me sienta con más fuerza. Porque es tan pesada como imprescindible. Pero de mi lectura fracasada he sacado una lección: la vida del hombre contemporáneo, sin Dios, en el fondo es un sinsentido. No entendemos nada, somos seres arrojados al mundo, y nos entretenemos en recovecos y en discusiones absurdas. No vamos a lo fundamental. Nadie nos obliga a plantearnos: ¿qué hago yo aquí? Esa es la gran pregunta. Esa pregunta que se deja de hacer protagonista. Deja de enfrentarse con la realidad de su situación, y ahí está su perdición
Leedla, por favor. Lo pasaréis mal. Es todo muy... kafkiano. Pero quizá luego venga la redención y la lucidez.