Un viajero hace el trayecto en un tren nocturno entre las estaciones de Bojchinovci y Vidin (dos pequeñas ciudades situadas entre Sofía y Bucarest). Escrito en primera persona, el protagonista describe el ambiente cerrado del interior del vagón (es de noche: lo exterior es oscuro, no existe paisaje), y da cuenta de los pasajeros que dormitan o leen. En realidad, es un viaje iniciático, donde nuestro viajero reflexiona sobre el sentido de nuestra propia existencia, tomando pie de las impresiones que le producen sus ignorados compañeros de travesía.
La imaginación de Zomeño se desborda en todo tipo de pensamientos, como si de una olla exprés se tratara. La sabia ironía, la ocurrencia de tintes negros, la valoración no exenta de cinismo, y -sin solución de continuidad- emotivas evocaciones llenas de lirismo. Resulta, a no dudarlo, un travesía que se convierte en proceso purificador, como el del peregrino que busca algo de luz después de una larga noche oscura. No es de extrañar que comience citando a Kafka y termine citando a San Juan de la Cruz.
Como él mismo reconoce, es un relato construido a modo de párrafos breves, casi aforismos, que semejan - si abres el libro por cualquier página-, las traviesas del ferrocarril, lo que produce en el lector una curiosa sensación de traqueteo. Y es que, una vez que subes la tren, te sientes atado a la conciencia y a los originales dilemas que plantea el protagonista. Ya no puedes desentenderte de este viaje, donde un entorno opresivo, en parte real y en parte ilusorio, hace las veces del espejo que te devuelve tu verdadero rostro. Por ello, en mi opinión, se trata de un viaje personal del protagonista, pero en el que también todos nos sentimos de alguna manera implicados. Porque indaga sobre esa ruta de la vida que nos lleva donde no queremos y a la que hay que buscar un porqué, aunque sea urdiendo apariencias.
El estilo es muy personal: sobrevive entre la prosa y la poesía, entre la literatura y la reflexión filosófica, entre el realismo más rastrero y el surrealismo más onírico. Ahí habita el lugar donde Jesús Zomeño nos lleva. Lo demás es tarea del lector, el viaje particular de cada uno.
Pero con esta entrega no ha llegado el final. Para Bucarest queda un buen trecho, y Jesús ya ha anunciado que este breve relato forma parte de una tetralogía de la cual ha trazado ya sus líneas maestras. Esperamos, pues, con cierta ansiedad, la segunda parte prometida. Y es que, una vez que hemos comprado el billete, ya no podemos apearnos tan fácilmente. La suerte está echada.
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